Invitado por la Fundación Libertad, el exjefe de Gabinete del gobierno de Mauricio Macri, Marcos Peña, estuvo en Rosario para presentar su libro “El arte de subir (y bajar) la montaña”, en el que reflexiona sobre sus cuatro años en la Casa Rosada, en los que conviven la persona real y el personaje político que cumple la función de un “pararrayos” de todos los problemas de la gestión. Antes de la presentación pública, en esta entrevista con Marcelo Fernández para Fisherton Plus, Peña expone con claridad la necesidad de modernizar y ajustar a la velocidad de estos tiempos la función política y de la propia democracia.
—En el libro aclarás que quien escribe es la persona y no el personaje: ¿conviven dos personas en una sola?
—Todos construimos personajes. La idea es desmitificar al líder y prefiero hablar de personas en situación de liderazgo, para no pensar que los líderes son una estatua, una especie aparte. Claramente soy la misma persona, pero sí convivimos con eso de que el personaje se come a la persona.
—La sensación es que ponés mucha atención en que el personaje no se coma a la persona…
—Lo viví muy de cerca, con la familia, con los amigos y con la gente en la calle. Pasa mucho con quienes tienen alta exposición. Hay cierta deshumanización, una relación rara, que muchas veces comienza por uno mismo cuando se empieza a perder la frontera entre lo que soy y lo que hago.
—En el libro decís que hay que ser más humano en la política, y sin embargo no parece que eso esté pasando hoy.
—Creo que en el mundo hay una gran crisis sobre los recursos humanos en la política, sobre todo después de la pandemia. En muchos lugares falta gente que quiera dedicarse a la política. Eso tiene que ver con que hubo una fuerte despersonalización, y no creo que pase por la dicotomía blando o duro. No creo que la humanización sea lo contrario a la rigidez, de hecho, la humanización es un enfoque del liderazgo. La deshumanización y el descuido de lo personal genera que se tomen peores decisiones. El líder todopoderoso, intocable, toma peores decisiones.
—Pero el sistema te arrastra a un modelo que te lleva a no dormir, a no descansar a la noche, como decís en el libro.
—Pensamos al liderazgo en política como algo estático, pero eso no es más así, cambió. Está buena la comparación con el deporte: en décadas pasadas los jugadores de fútbol comían un asado antes de un partido, se entrenaban poco… hoy hay neurocientíficos trabajando en los planteles, los jugadores entran a la cancha con un GPS en la espalda. El sistema es más competitivo y exigente, entonces hay que estar acorde. El folclore político sigue siendo el mismo de siempre, pero la exigencia no. Hoy estás expuesto las 24 horas, en medio de una complejidad superior a la de hace 10 años, ni hablar de hace 30. La experiencia política cambió, pero las herramientas no. Ese desfasaje queda cada vez más expuesto porque tiene un costo, que es la desconexión. La desconexión con uno mismo genera también una desconexión con quien querés representar. Muchas veces ves un programa de televisión en el que el funcionario o la funcionaria está hablando pero no se lo nota muy presente, porque son las 11 de la noche y viene de un día de 15 horas de trabajo y está agotado.
—Con las urgencias que imponen estos tiempos imagino que un político tiene que tener la cabeza bien acomodada para saber que debe seguir siendo el que es y no se lo coma el personaje.
—Hay que tomar conciencia de cosas que nos parecen normales pero no lo son. La tecnología y nuestro día a día van cambiando pero nadie nos acompaña ni nos capacita; por ejemplo, el político que se formó en el mundo de los diarios, hoy tiene que ser experto en el uso de WhatsApp y de redes sociales.
—De los tres momentos que describís en el libro, que son entrar, estar y salir, ¿cuál fue el más traumático para vos?
—Sin dudas, el estar, por la alta exigencia del cargo que yo tenía. Fue algo traumático. Sin dudas. La situación de estrés crónico, de exposición y demanda genera el mismo trauma que una guerra porque el sistema nervioso no está preparado para eso.
—¿La salida fue traumática también?
—En mi caso fue una liberación. Había sido un camino muy largo y duro, sentí un alivio, pero a la vez me puse a trabajar mucho en entender lo que había vivido. También es difícil quedarte sin trabajo y retomar una vida normal como ciudadano. El 10 de diciembre acompañamos a Mauricio a entregar el poder en el Congreso, algunos ministros nos fuimos a comer a una parrilla de la costanera y a las 3 de la tarde el auto me dejó en mi casa de Palermo. Y a las 5 de la tarde fui a comprar facturas.
—¿Volverías a pasar por lo mismo?
—Fue una experiencia maravillosa, la disfruté. Me gustó. Es hermosa la experiencia, amo este país y gobernarlo y recorrerlo fue muy lindo. Pero me gustó también cortar con todo.
—¿Cómo conviviste con las críticas que surgieron cuando ya no estabas en el cargo?
—Entiendo que fue mi función, una especie de pararrayos, en la que tenía que llevarme la marca. Fue mi último aporte a esa etapa política para darle espacio a nuevos liderazgos. Lo que más me dolió fue la crítica interna y actitudes que no corresponden. En los primeros años me contuve las ganas de salir a contestar para decir “no soy ese personaje que se creó”.
—¿Pero ese personaje existió, fue real?
—Parte del diagnóstico que hago en el libro es que no me cuidé lo suficiente, como dejar que me pegaran con mentiras en ciertos lugares y no entender que a la larga eso se vuelve verosímil. Todo eso afectó a mi entorno, lo sufrió.
—¿Ves en el plano internacional o argentino a algún político que se parezca a lo que vos creés que tiene que ser un político en términos de humanidad?
—Lo veo en los intendentes, que están mucho más alineados y en escala con la gente. Especialmente en los pueblos. El tema es cuando se llega a una escala nacional, ahí se empieza a perder referencia de las cosas. La del presidente es la institución más descalzada entre expectativa y herramientas.
—Da la sensación de que actualmente se está volviendo a hacer política de verdad y dejar de lado el relato, ¿ves algo similar?
—Comparto. Creo que estamos dentro de un sistema mucho más volcado a la demanda que a la oferta. El empoderamiento digital genera una relación diferente con la política: la persona ya no va a la plaza a escuchar un discurso, hoy va a ser protagonista. Eso obliga al gobernante a estar más atento con la demanda ciudadana. Hoy el presidente tiene menos herramientas para hacer que mejore la situación económica porque la globalización licuó mucho ese poder. Entonces la frustración es más grande.
—Está en discusión la dieta de los políticos, aunque estoy convencido de que tienen que ganar bien; pero el problema es que cualquiera llega a ocupar un cargo. Entonces uno tiende a pensar “esta persona no puede ganar eso, no lo merece”.
—Es un tema muy complejo que se habla en distintos países. De por sí, la esencia de la democracia habilita a cualquier ciudadano a ser candidato, entonces ahí tenés un problema porque el vecino reclama que los funcionarios sean calificados. El otro problema aparece en el nivel parlamentario, incluso provincial y municipal, porque la gente no puede identificar qué espera de un representante. Nuestro sistema democrático quedó obsoleto en su instrumentación, no en la concepción ni en los valores. Es un problema que hay que atender. Hoy para afiliarte a un partido político tenés que firmar un ficha ante escribano, eso no está acorde con la vida que llevamos. Entonces, si ya no existe la cantidad de afiliados de antes, ¿de qué hablamos cuando hablamos de partidos políticos? La forma de vida de la humanidad cambia muy rápido y nuestro sistema operativo de la democracia no acompaña.
—Se queda muy atrás…
—Claro, lo mismo que esta idea del político como una estatua: que sea pobre, que sepa de todos los temas, que no se tome vacaciones y que no gane plata. ¿Cómo esperamos tener buena gente haciendo esa tarea con esos requisitos? No es real.