En el día de ayer, una elección municipal en la Capital Federal dejó expuesta una postal incómoda: la mitad del padrón no fue a votar. En Santa Fe, apenas un 5% más de participación. La cifra no es casual ni coyuntural. Es el resultado de años de desilusión acumulada, pero también un síntoma de resignación peligrosa.
Muchos se preguntan si estamos frente a un nuevo “que se vayan todos”, como en 2001. La respuesta es más amarga: nadie se va. Siguen estando. Y lo que es peor: siguen ganando.
Mientras una parte del electorado se cansa de elegir entre lo malo y lo peor, otra parte milita con fervor la continuidad de un modelo que hace dos décadas fracasa en lo esencial: educación, seguridad y desarrollo.
En Rosario, la capital del narcoterrorismo argentino, se vivieron los peores años de asesinatos en democracia bajo gobiernos alineados al kirchnerismo. En educación, Santa Fe exhibe sin vergüenza que solo 1 de cada 4 chicos de primer grado comprende lo que lee. Y en el agro, la industria sin chimenea, la performance es todavía más vergonzosa: hace 20 años que la Argentina no aumenta su producción de soja, mientras Paraguay y Brasil la triplicaron.
La participación electoral ya no depende de la voluntad ciudadana, sino del estado del clima. Si llueve, cae 10%. Si hace calor, 15%. Si hay feriado largo, directamente la política entra en suspensión. El voto obligatorio parece lo único que sostiene un sistema donde la mitad de la población vota sin ganas, y la otra mitad ni se molesta en disimular.

En ese escenario de hartazgo, la pelea entre Milei y Macri no es solo un duelo de egos. Es una tragedia estratégica. Porque la fragmentación del espacio liberal y republicano es, en los hechos, la garantía de supervivencia para el kirchnerismo. Un kirchnerismo que destruyó la educación, toleró la inseguridad, aisló al agro y vació la cultura del esfuerzo, pero que sigue teniendo chances de decidir el destino del país.
¿La sociedad se hartó? Sí. ¿El sistema político mutó en algo mejor? No. Y si la alternativa sigue siendo dividir, pelear o abstenerse, no habrá “renovación”. Solo habrá continuidad, disfrazada de opción.
Lo que pasa en las urnas no se mide en encuestas. Se mide en silencios, en ausencias y en boletas sin marcar. Y el silencio de medio país que no vota no es inocente. Es un grito sin micrófono que dice, en el fondo: háganse cargo. Porque no nos fuimos. Pero tampoco volvimos.