“La Madre Teresa con pantalones”, “el santo de Madagascar”, “el apóstol de la basura”, “el albañil de Dios”: esos y más apodos ganó el cura argentino Pedro Opeka en los casi 50 años que lleva su tarea como misionero en la isla de Madagascar, en África; más precisamente en Akamasoa, donde antes había un basural en que miles de personas vivían en la miseria y hoy, gracias a sus esfuerzos, existe una ciudad con redes de agua, escuelas, bibliotecas, espacios deportivos y museos.
Este año, al igual que en varias oportunidades anteriores, el padre Pedro fue propuesto como candidato para el premio Nobel de la Paz 2021. Su candidatura la formalizó Janez Jansa, el primer ministro de Eslovenia -el país de origen de sus padres-, quien justificó su apoyo al cura argentino por su dedicación a “ayudar a las personas que viven en condiciones de vida espantosas”.
Opeka, nacido en la localidad bonaerense de San Martín en 1948, comparte nominación en esta ocasión con la joven ambientalista sueca Greta Thunberg, la Organización Mundial de la Salud, el movimiento Black Lives Matter y Alexander Navalny, el principal opositor político de Vladimir Putin.
Su historia, que empezó en San Martín, siguió por las calles de La Matanza, su educación primaria en la Escuela Fragata Sarmiento N° 42 de Ramos Mejía, la secundaria en un colegio esloveno pupilo de Lanús, su noviciado en San Miguel, donde tuvo como profesor de teología a Pedro Bergoglio, y su paso por el fútbol, donde llegó a entrenar en la Tercera del Club Vélez cuando tuvo que decidir si apostar su futuro como deportista o respetar sus convicciones y entregarse a ayudar a los más necesitados.
Finalmente, su afición por La Biblia y la figura de Jesús, “el amigo de los pobres”, ganó la partida. A sus 18 años se fue a misionar a Neuquén, donde cerca de Junín de los Andes, sobre el río Malleo, construyó una casa para una familia mapuche. También acompañó a los matacos en Formosa. En esa experiencia reforzó su inclinación por el sacerdocio y en 1968 decidió embarcarse en un voluntariado misionero a África, donde vive desde entonces.
“Mi congregación, de San Vicente de Paul, pidió misioneros para la isla de Madagascar, porque no había. Y en aquél momento en Argentina se vivía bien, había sólo 3% de pobres, yo no quería huir de Argentina e ir a África para decir que me voy para un país más exótico. No, no fue eso. Fue realmente por ideal y cuando salí de Argentina lloré, lloré porque dejé una tierra que quería, mis padres, mis hermanas, hermanos y amigos. Yo quería muchísimo a esta tierra porque lo que yo soy hoy me lo dio la Argentina”, contó Opeka en una entrevista con Infobae.
Así llegó hasta la isla de Madagascar que, de acuerdo a cifras de Naciones Unidas, tiene una población de 24.895.000 habitantes. De esa cifra, según la organización comunitaria global Acción Contra el Hambre, el 92% vive por debajo del umbral de pobreza con menos de dos dólares al día y más del 50% de los niños menores de cinco años padece desnutrición crónica.
Allí, gracias al fútbol y a su trabajo como albañil en las parroquias lazaristas y en los arrozales, Pedro Opeka, blanco, rubio y argentino, ganó la confianza del pueblo y logró conectar con ellos para conocer sus problemas. Los primeros 15 años estuvo en Vangaindrano, un pueblo ubicado en la selva tropical sobre la costa sureste de la isla. Allí, junto a otros curas de la misma congregación, construyeron dispensarios para salud, crearon cooperativas de trabajo y se dedicaron a mejorar la educación. En esos años padeció paludismo y parasitosis y, para tratar las enfermedades, debió trasladarse a Antananarivo, la capital del país, situada en el centro de la isla sobre una zona montañosa.
La semana siguiente, Opeka pasó circunstancialmente por un basurero, donde vio a cientos de niños pelear a niños por un pedazo de comida con los animales. “Me quedé mudo. Yo dije acá no tengo derecho a hablar, aquí hay que actuar. Esa noche no pude dormir, levanté las manos, me puse de rodillas en mi cama y dije ‘Señor, ayúdame a hacer algo por esta gente’”, contó el propio padre.
“Si están dispuestos a trabajar, yo los voy a ayudar”, les dijo a las familias que sobrevivían en casas de plástico y cartón sobre el basural. En 1990, fundó Akamasoa, que en idioma malgache significa “los buenos amigos” y 30 años más tarde lo que era un basurero hoy es una ciudad con más de 3 mil casas, 22 barrios e infraestructura para albergar a 29 mil personas. La organización calcula que rescataron a más de 500.000 personas de la extrema pobreza. Construyeron redes de agua, escuelas de todos los niveles, hospitales, guarderías, museos, canchas de deportes, espacios verdes, bibliotecas.
“Aquí había un lugar de exclusión, sufrimiento, violencia y muerte. Después de treinta años, se ha creado un oasis de esperanza en el que los niños han recuperado su dignidad, los jóvenes han regresado a la escuela, los padres han comenzado a trabajar para preparar un futuro para sus hijos”, pronunció el sacerdote en noviembre del año pasado, en el marco de una visita del Papa Francisco.