En junio del año pasado el Peronismo volvió a mostrar su peor cara: votó en contra del Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI), tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado. Lo hizo con la solemnidad de quien cree estar defendiendo los intereses nacionales, pero en realidad se trató de un acto reflejo, una reacción ideológica, un golpe de efecto para sostener consignas que ya no construyen futuro. El RIGI no es perfecto, como ningún marco legal lo es. Pero tiene algo que la Argentina viene mendigando hace más de medio siglo: reglas claras, previsibles y estables para atraer inversiones de largo plazo. La Argentina que necesita dólares, empleo y tecnología para reindustrializarse no puede darse el lujo de patear oportunidades. Sin embargo, el Peronismo volvió a hacerlo.
El caso de la Refinería San Lorenzo es un ejemplo concreto, palpable, imposible de maquillar con consignas. Gracias al RIGI, YPF y su socio privado invertirán 400 millones de dólares para convertir la vieja refinería en una biorrefinería de última generación, capaz de producir biocombustibles sostenibles para la aviación comercial. Una inversión de este tipo no se explica en otro marco que no sea el de un régimen que brinda seguridad jurídica y horizonte a tres décadas. El contraste es brutal: mientras el oficialismo actual habilita un camino para que la Argentina no quede fuera de la transición energética, el Peronismo vota en contra de la herramienta que lo hace posible.
El Peronismo no votó contra el RIGI porque le preocupe la soberanía ni la competitividad nacional. Lo votó porque su historia está marcada por la incoherencia y la conveniencia del momento. En los años 90 fue protagonista de la mayor ruptura de reglas de juego que conoció la historia energética argentina. Con Carlos Menem en la presidencia y con el apoyo fervoroso del matrimonio Kirchner, YPF fue privatizada. Oscar Parrilli, hoy eterno operador de Cristina, fue el miembro informante en el Congreso que defendió la entrega. La Refinería San Lorenzo comenzó entonces su lento camino hacia el abismo. Pasó de mano en mano, perdió competitividad y terminó en un laberinto de desinversión que culminó con la quiebra de Oil Combustibles, propiedad de Cristóbal López, otro empresario “amigo” del kirchnerismo.

Una década después, el mismo Peronismo que había privatizado se disfrazó de salvador de la patria. La nacionalización de YPF en 2012 fue presentada como un acto de épica soberana. Axel Kicillof se erigió como arquitecto intelectual, Cristina Kirchner desplegó su mejor retórica y La Cámpora empapeló las calles con el logo retro de la petrolera de bandera. Pero en el medio hubo otra jugada oscura: el ingreso de la familia Eskenazi, amigos del matrimonio Kirchner, en la propiedad de la empresa. Una operación que todavía hoy duerme en los escritorios judiciales de Ariel Lijo, el juez que Milei propone para la Corte Suprema, símbolo de esa casta tan criticada y a la vez funcional. Con Alberto Fernández y Cristina Kirchner de regreso en el poder en 2019, YPF vivió sus peores años en términos de cotización bursátil. Ni el potencial de Vaca Muerta fue suficiente para torcer la curva descendente. Hubo épica discursiva, pero ninguna estrategia real de inversión ni de competitividad.
El RIGI fue discutido y aprobado como parte de la Ley Bases. Su objetivo es claro: atraer capitales de largo plazo, con seguridad jurídica, estabilidad tributaria y garantías de repatriación de utilidades. Es el lenguaje que entienden los grandes jugadores globales. El Peronismo lo rechazó con un libreto ya gastado: “defensa de la soberanía”, “entrega del patrimonio nacional”, “privilegios para las multinacionales”. La misma cantinela que usaron cuando privatizaron, cuando estatizaron y cuando volvieron a privatizar de facto con amigos empresarios.
El caso San Lorenzo merece capítulo aparte. La refinería fue durante décadas un símbolo de la industrialización del Cordón. En su mejor época, dio empleo, generó encadenamientos productivos y fue motor de orgullo regional. Luego vino el desmantelamiento. Tres dueños se sucedieron en un derrotero marcado por la desinversión. El final, con Cristóbal López y Oil Combustibles, fue la estocada mortal. Hoy, gracias al RIGI, YPF puede anunciar una inversión de más de 400 millones de dólares junto a Escencial Energy para reconvertir la planta en una biorrefinería de tercera generación. Un proyecto alineado con la transición energética mundial, capaz de producir combustibles sostenibles para la aviación, un mercado que exige reducción de emisiones de CO₂ de hasta el 94%. El contraste no podría ser mayor: mientras los socios privados y YPF avanzan en una oportunidad histórica, el Peronismo vota contra el marco que lo hace posible.
El problema de fondo es cultural. El Peronismo se enamoró de su épica de “combatir al capital”, pero en el camino perdió toda capacidad de construir futuro. El país no necesita himnos, necesita reglas. No necesita épica, necesita inversiones. Industrializar la Argentina no se logra con pancartas, sino con seguridad jurídica. No se logra llorando sobre la leche derramada, sino fundando tambos, generando marcos normativos que permitan inversiones de largo plazo. El voto contra el RIGI fue otro capítulo de esa épica vacía. Una victoria política que no cambia la realidad de un país que sigue perdiendo competitividad, barcos de bandera y puestos de trabajo.
El Peronismo votó contra el RIGI porque no sabe hacer otra cosa. Su historia es la de la contradicción: privatizó YPF, la nacionalizó con amigos, la llevó a la quiebra bursátil y ahora bloquea el régimen que permite su resurrección en San Lorenzo. La inversión de YPF en la biorrefinería es una ventana al futuro: biocombustibles, exportaciones, integración al mercado global de la aviación. Es la prueba viva de que cuando hay reglas claras, la inversión llega. El país tiene que decidir: ¿seguimos bailando la danza de la épica inconducente, o nos animamos a fundar tambos, a poner reglas de juego estables, a generar un marco que traiga dólares, empleo y futuro? Lo primero ya lo probamos demasiadas veces. Lo segundo todavía nos espera.