Las retenciones a la exportación, un instrumento fiscal nacido en 1862, han tenido una historia zigzagueante en la política económica argentina. Pero lo que fue una herramienta excepcional en sus orígenes terminó, con el paso del tiempo, transformándose en un verdadero cáncer para las economías regionales, particularmente en el complejo agroindustrial del Gran Rosario, que llegó a ser el mayor polo de exportación de harinas y aceites del mundo.
Durante los años 90, bajo el régimen de convertibilidad, se eliminaron casi todas las retenciones salvo la de la soja, que quedó en un 3,5%. El primer gran golpe llegaría con el kirchnerismo en 2007, cuando Néstor Kirchner elevó las alícuotas: soja al 35%, trigo al 28%, maíz al 25%. Y en 2008, la tristemente célebre Resolución 125 pretendió imponer retenciones móviles, alcanzando picos del 45%.
Más allá de las idas y vueltas en los porcentajes —como la baja parcial durante el gobierno de Mauricio Macri y su posterior reversión por Alberto Fernández— lo que quedó claro es que el Estado argentino encontró en las retenciones una caja fácil. Pero lo hizo sin devolverle nada al sector productivo que financiaba esa recaudación. Y ese abandono, en nuestra región, fue terminal.
Soja: entre el récord de capacidad ociosa y el espejismo de la recuperación
Según datos de la Bolsa de Comercio de Rosario, la industria aceitera trabajó al 46% de su capacidad durante 2023, con un récord histórico del 54% de capacidad ociosa. Sin embargo, sin las importaciones récord de soja desde Brasil y Paraguay —más de 10 millones de toneladas— esa cifra habría trepado al 69%.
El desplome del procesamiento (“crush”) fue brutal: una caída del 29% respecto a 2022, la peor en 22 años. La soja dejó de ser negocio para muchos, especialmente para aquellos productores ubicados a más de 300 km de los puertos del Gran Rosario. La combinación letal de retenciones, falta de rentabilidad y costos logísticos convirtió a millones de hectáreas en tierra improductiva.
Aunque en 2024 se proyecta una cosecha de 49,9 millones de toneladas —la mejor en 6 años—, el nivel de importaciones de soja seguirá en niveles históricamente altos. La industria local, aún con más materia prima, no logra recuperar el ritmo porque la infraestructura está deteriorada y las pymes del sector fueron devastadas.
¿Qué dejó una década de políticas antiindustriales?
Desde que finalizó la política de reducción gradual de retenciones implementada por Macri, el complejo agroindustrial de San Lorenzo, Timbúes y PGSM quedó atrapado en una década de parálisis. Las políticas del gobierno de Alberto Fernández —más identificadas con los intereses de su vicepresidenta— ignoraron por completo al agro y sus cadenas de valor.
La fijación arbitraria de precios para el biodiésel, el abandono del mantenimiento vial nacional y provincial, y la ausencia total de inversión pública en infraestructura portuaria y logística fueron signos claros de desinterés, cuando no de castigo deliberado. El resultado fue la primarización del modelo exportador, la pérdida de mercados frente a Brasil y Paraguay, y el colapso de decenas de pequeñas empresas del sector servicios y mantenimiento, que alguna vez fueron orgullo de la región.
¿Cambio de rumbo?
En la apertura de la Exposición Rural de Palermo, el presidente Javier Milei anunció una baja de retenciones: la soja pasará del 33% al 26% y los productos industrializados, como aceite y harina, del 31% al 24,5%. Es un primer paso. Pero la verdadera señal será si esa rebaja viene acompañada de una agenda de infraestructura seria y de reglas de juego estables, que permitan recuperar la competitividad y la capacidad instalada perdida.
Porque sin caminos, sin trenes, sin inversiones, sin previsibilidad y con un Estado que asfixia y no devuelve, no hay modelo productivo ni entramado industrial que aguante. Y si la historia sirve de algo, es para entender que el Cordón Industrial no necesita subsidios: necesita que lo dejen trabajar.